Homilía del Prefecto de las Causas de los Santos, en la Beatificación de 16 mártires granadinos en la Catedral de Granada.

Un himno de Laudes de la fiesta de los mártires de la antigua liturgia mozárabe comienza así: Laudes sanctorum martyrum – quos sacra fecit passio – Christi conformes gloriae – puris canamus cordibus (PL 86, 1003). Es el canto que también nosotros queremos elevar hoy al Señor, agradecidos por el don de estos nuevos dieciseis beatos, que Él ha hecho a la Iglesia: «Con un corazón puro, cantamos las alabanzas de los santos mártires, que la beata pasión ha hecho semejantes a Cristo glorioso».

Agradecimiento, decía, porque los santos –todos los santos- son un don de Dios; lo son especialmente los santos mártires, y por ellos la liturgia romana alaba al Padre: «has sacado fuerza de lo debil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio» (Prefacio de los santos mártires). No es, por tanto, la santidad una conquista humana, sino un don que recibimos del Señor.

La santidad «no es un programa de vida hecho solo de esfuerzos y renuncias, sino que es ante todo el gozoso descubrimiento de ser hijos amados por Dios. Y esto nos llena de gozo… No es una conquista humana, es un don que recibimos: somos santos porque Dios, que es el Santo, viene a habitar nuestra vida. Es Él quien nos da la santidad» (Francisco, Angelus del 1 de noviembre de 2021).

Los mártires que hoy honoramos y veneramos, como tantos otros de esta maravillosa tierra, han dado su testimonio a Cristo soportando grandes penalidades y sufriendo la muerte misma, en el contexto, de caracter anticristiano, de aquellos trágicos y dolorosos acontecimientos. Los sacerdotes y los fieles que hoy han sido beatificados fueron, desde el inicio, señalados como«mártires de Granada», ya que en su Causa de beatificación se vieron pronto involucrados los arzobispos de esta Iglesia y el entero pueblo cristiano de Granada.

Todo sucedió en el mil novecientos treinta y seis (1936), pero ya en el mil novecientos treinta y nueve (1939) sus nombres fueron esculpidos en dos pilastras de mármol en la capilla mayor de esta Catedral. Eran la mayor parte sacerdotes diocesanos. El primero de ellos, Cayetano Giménez Martín, fue parroco, recordado como hombre contemplativo y sencillo, que en cada hombre sabía reconocer la imagen de Dios y la respetaba como tal.. Entre tantos sacerdotes, había también un seminarista, Antonio Caba Pozo; tenía apenas veintidos (22) años, y al perseguidor que lo amenzaba le dijo: «matadme cuando queráis; porque yo muero por Jesucristo» (Summarium, p.131, doc.7). Con ellos estaba también un fiel laico, José Muñoz Calvo, Presidente de la rama juvenil de la Acción Católica de Alhama de Granada.

Animaba a sus compañeros: «muramos tranquilos, somos católicos y nuestro delito es serlo. Viva Cristo Rey» (Summarium, p.134, doc.2).

Todos ellos, al sufrir la muerte violenta, en lo íntimo de su corazón gritaron a Dios: tu gracia vale más que la vida; tu misericordia vale más que la vida (Sal 63,4). Es el tema bíblico con el que esta Iglesia se ha preparado para el rito que estamos celebrando. Casiodoro – un literato y político calabrese que vivió en el siglo sexto (VI) – comentaba así este versículo del Salmo 63: «El salmista llama misericordia a los bienes que el Señor promete con generosa bondad a sus santos y que son con mucho preferibles a la vida presente. Esta vida está llena de innumerables penas, en cambio la otra de una serenidad eterna. Esta se diferencia tanto de la luz del mundo como los tormentos pueden ser diversos de la paz eterna. Es por tal motivo que las multitudes de los mártires aceptan gustosamente morir a este mundo, convencidos que, a causa de esta muerte temporal, serán vencedores para la eternidad» (Expositio in Ps. LXII, 4; PL 70, 435).

A la luz del santo evangelio que acaba de proclamarse, nosotros podemos entender el sentido de esta elección paradójica: ¡escoger la muerte por la vida! Si, en consderación humana, nuestra vida terrena es, como decía el filósofo M. Heidegger, un «ser para la muerte», nosotros, a la luz de la fe en Cristo crucificado y resucitado, reconocemos que propiamente de la muerte nace la vida. De hecho, dice Jesús: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).

Jesús, lo hemos entendido bien, está hablando de sí mismo. Es Él el grano de trigo que sepultado en la tierra renace como espiga y ésta es la Iglesia. La ley enunciada por el Señor vale también en la Iglesia. Para producir fruto es necesario morir. Y es también en esta óptica –de los frutos de vida eterna- con la que nosotros miramos a lo sucedido a nuestros mártires. Es una mirada que abre el ánimo a la esperanza de un fruto abundante. Semen est sanguis christianorum decía tertuliano, antiguo autor cristiano (Apol. 50; PL 1, 535).

El ejemplo de fidelidad a Cristo que encontramos en el sangriento fin de la vida de los nuevos beatos sea, entonces, premisa y promesa de una nueva siembra. Surja de ella el grano suficiente para comenzar una gran multiplicación del pan, para saciar el hambre de la multitud de los hombres.

La santidad de los mártires, de hecho, no es nunca un evento del pasado; es siempre, al contrario, una gracia para la Iglesia. San Ambrosio decía que nosotros somos fruto de los mártires y por eso debemos invocarlos. Ellos son para nosotros como una prenda de vida eterna. Aún cuando han sido débiles o han cometido pecados, han sido purificados por su propia sangre, y ahora pueden interceder por nuestros pecados.

Los mártires de Dios son aquellos que nos guían, los que nos ayudan a mirar nuestra propia vida. No debemos, por tanto, tener miedo de mostrarles nuestras enfermedades, porque ellos mismos, aún habiendo conseguido la victoria, han experimentado la fragilidad humana (cf. De viduis IX, 55; PL 16, 251). Así pues, honoramos y veneramos a los nuevos beatos mártires, conscientes de que en ellos, aún frágiles y débiles como nosotros, Cristo está presente, aunque en modo misterioso.

Christus in martyre est (Tertuliano, De pudicitia, 22; PL 1, 1027). Es Cristo nuestra fuerza y así, como escribe San Pablo, cada uno de nosotros puede decir con confianza: «todo lo puedo en aquel que me conforta» (Fil 4, 13).

+ Card. Marcello Semeraro
Prefecto Congregación Causa de los Santos
Catedral de Granada, 26 de febrero de 2022

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