Homilía para la beatificación de la Venerable Sierva de Dios María de la Concepción (Conchita) Barrecheguren.
Al inicio de la primera lectura bíblica de nuestra Liturgia Eucarística hemos escuchado al apóstol Pablo comparar a nosotros los cristianos con vasijas de barro (Cf. 2 Cor 4,7). En algunos aspectos no debería sorprendernos esta comparación.Ya al inicio del libro del Génesis encontramos escrito que «el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gen 2,7). En otra ocasión hemos oído repetir la plegaria del profeta Isaías: «Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero» (64,7). Está, después, la antigua advertencia que repite: «eres polvo, hombre, y al polvo volverás». Pero el Apóstol ha querido decirnos que en esta vasija de barro, que somos nosotros, hay un tesoro inestimable y es Cristo. También en la carta a los Gálatas san Pablo escribe:«no soy yo el que vive, es Cristo que vive en mí» (2,20).
¡He aquí la paradoja! Los tesoros, nosotros los conservamos en vasijas preciosas y los custodiamos en cajas fuertes. Jesús, en cambio, viene a habitar en nosotros. Adorando el misterio de la Encarnación, San Agustín exclamaba: «¡Oh humildad del Hijo de Dios! El que contiene el mundo yacía en un pesebre; no hablaba aún, y era la Palabra. ¡Oh debilidad manifiesta y asombrosa humildad, en la que de tal modo se ocultó la divinidad entera!» (Sermo 184, 3: PL 38,997). Es la paradoja del misterio cristiano.
Este misterio también lo podemos contemplar hoy en la vida cristiana de la nueva Beata. Su vida terrena fue breve –apenas veintidos años- y además, señalada muy pronto por el sufrimiento y la enfermedad. ¡De verdad una vasija de barro! Pero en ella se ha cumplido lo que escribe el Apóstol: «Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados… llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 410).
Recorramos, entonces, brevemente la historia de la beata Conchita. Nació aquí en Granada al comienzo del siglo pasado. Era hija de unos padres verdaderamente afortunados por muchos motivos. No les faltaba, de hecho, el bienestar económico, pero abundaban más aún en bienes espirituales. La familia en que nace Conchita, efectivamente, estaba edificada sobre las solidas bases de la fe. Su padre, Francisco, después de la muerte de su mujer, se convertirá en religioso redentorista y ahora es Venerable. ¡Singular fecundidad de la vida de la gracia! La educación religiosa recibida de sus padres la dispuso a aceptar con serenidad y alegría las muchas molestias provocadas por una salud cada vez más gravemente comprometida. La frecuencia de los Sacramentos y particularmente la Comunión diaria, a la que nuestra beata se mantuvo siempre fiel, la sostuvo en la fatiga y la dispuso a acoger en todo la voluntad de Dios. Le fue de gran ayuda la devoción a la Virgen María, a la que honoraba con el rezo del Rosario.
De este modo, experimentó la promesa del Señor: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante» (Gv 15,5). Conchita ha dado fruto abundante porque ha estado siempre unida a Cristo y jamás se ha separado de él, también en las oscuras horas de la prueba. De hecho, tuvo que afrontar adversidades humanamente superiores a sus débiles fuerzas, como la enfermedad mental de la madre, sus propios sufrimientos físicos y, en la última fase de su existencia terrena, las provocadas de la tuberculosis… En cambio, ella lo iluminó todo con la sabiduría de la Cruz, convencida que las penas y los sufrimientos hacen que la criatura esté más cerca y se asemeje a Cristo.
En una ocasión Papa Francisco dijo que el secreto para ser «muy felices» es reconocerse siempre débiles y pecadores, o sea «vasijas de barro» (Homilía en Santa Marta, del 16 de junio de 2017). En aquella ocasión enfocó un aspecto de la condición humana, que después, especialmente en los años sucesivos con ocasión de la pandemia del Coronavirus, se mostraría con mayor evidencia: ¡la vulnerabilidad, la fragilidad! Reconocerla –decía el Papa- es una de las cosas más difíciles de nuestra vida y por eso, en vez de reconocerla, tratamos de cubrirla, de disimularla para que no se vea. Esta, en realidad, es una dimensión constitutiva de lo humano y es, en cuanto tal, una dimensión que nos interpela y nos reclama respuestas, porque contiene una vocación que es una llamada a la sociabilidad en la forma de la solidaridad.
A esta vocación es llamado, para dar una respuesta, especialmente el creyente, el cual conoce al Dios que se ha hecho carne y que, haciendo propia la debilidad de la condición humana, la ha transformado en el lugar de construcción de la fraternidad, de la solidaridad, del amor. Diremos, en efecto, que la respuesta cristiana puede encontrar respuestas similares, que pueden ser dadas por parte de tantos que, aún no creyentes, son igualmente sensibles a lo humano y al sufrimiento de los hombres. Y es así como la fragilidad puede desempeñar un papel importante en la creación de una ética compartida y ser un elemento de base para una armónica convivencia social.
La vocación que llega de la vulnerabilidad, nuestra Beata la ha reconocido, la ha aceptado y la ha vivido. Nos ha indicado también el método sobre cómo hacerlo. De hecho escribió:«Mi amor será un Dios crucificado, mi alimento la oración, mi fortaleza la Eucaristía…». Para realizar este programa de vida buscó también un ejemplo en Santa Teresa de Lisieux. Los Santos beatificados y canonizados, ha dicho el Papa: «recuerdan a todos que vivir el Evangelio en plenitud es posible y es bello» (Discurso del 6 de octubre de 2022 al Dicasterio de las Causas de los Santos).
También ahora esta nueva Beata se convierte para todos nosotros en un modelo a imitar. Sobre todo, a quien se encuentra en el sufrimiento y en la prueba, la beata Conchita, con el ofrecimiento de su joven y breve existencia y con la confianza total en Dios, muestra cómo la conformación a Cristo, en el amor crucificado, transforma la sustancia de la vida, aún la más compleja y difícil.
Por esto hoy nosotros elevamos el agradecimiento al Señor, que con sus heridas ha redimido el mundo. Haciendo propias las palabras de un gran santo, animados por el ejemplo de la nueva beata y confiados también en su intercesión, rezamos: «Oh, Jesús, por las heridas que por nuestra salvación has sufrido sobre la cruz y de las que ha salido la sangre preciosa con la que hemos sido redimidos, te suplico que me hieras también con el arma ardiente y potentísima de tu infinita caridad» (S. Anselmo de Canterbury, Oratio XIX ad Christum, PL 158,90). Amen.
Santa Iglesia Catedral metropolitana de Granada, 6 de mayo de 2023
Marcello Card. SEMERARO